Tuve que matarlo,
ya no aguantaba más.
Siempre estaba mirando y preguntando
por cada acción que realizaba.
Alcé mis manos,
cogí su cuello.
De su boca un suspiro
y una voz que decía:
¡mátame y moriré contigo!
Luego se puso pálido,
se escapó su calor.
El silenco reinaba,
sólo yo y desolación.
Lo había matado.
Su cuerpo estaba allí,
quieto y tumbado.
Su voz ya no preguntaba
ni sus ojos miraban.
El temor empezó a crecer.
Quise huir, echar a correr.
Intenté salir de allí,
pero de allí no se salía.
Comencé a desesperar.
Él tumbado
y yo a su lado,
temblando angustiado
por lo que había pasado.
Aquél maldito tenía razón.
Al matarlo
con él moría.
Ahora yo miro y me pregunto
por todo cuanto hago,
y no puedo atemorizarme
aunque ande a ciegas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario